La leyenda de La Cruz del Diablo
Leyenda
La leyenda de La Cruz del Diablo
En Cuenca, ciudad
de misterios, enigmas y empedradas calles repletas de pasajes históricos se
cuenta una leyenda en la que antaño, un joven mozo se enamoró de una
bella dama, la más linda que jamás había pisado las calles de esta ciudad, pero
la cuál escondía tras su belleza un terrible secreto.
Desde la calle
Pilares, bajando por un precioso empedrado, llegamos a la ermita
santuario de las Angustias, erigida en el siglo XIV, aunque la actual data
del siglo XVIII y es el lugar donde se centra esta leyenda.
Vivía por estas
calles un hermoso muchacho, hijo del oidor de la villa.
El bello zagal, en edad de efectuar sus correrías,
no dejaba una sin probar, y así tomó fama de mentiroso, pendenciero y, además,
bravucón; a nada de ello podían dar crédito sus familiares, pues el honorable
cargo que desempeñaba el padre era, sin duda, signo de buena estirpe y
descendencia.
Pero de cómo fueron
las cosas en aquella época nadie lo sabe, el caso es que el muchacho corría una
tras otra a todas las doncellas casaderas del lugar y, luego de cortejarlas y
conseguir sus propósitos placenteros, las dejaba plantadas, sin más.
Pero un día,
conoció a una dama bellísima como la luna y seductora como el diamante; además
era forastera y recién llegada a la ciudad. Cuando paseaba por las calles, las
mujeres bajaban sus miradas y de reojo miraban qué hombre era el primero en
lanzarle una sonrisa, pues la chica dejaba a todo el mundo con la boca abierta
por su belleza e irresistible impulso.
Los jóvenes salían
a su encuentro para simplemente saludarla e intercambiar un buenos días o
buenas tardes, cosa que siempre hacía simpática y risueña. Hasta que un buen
día, nuestro apuesto galán decidió lanzarse y presentarse. La hermosa mujer lo
correspondió y le dijo que se llamaba Diana.
Contento y presuntuoso, se fue con el resto de sus
amigotes para vacilar un poco ante ellos de que ya sabía incluso su nombre.
Diana, que tonta no
era, también se percató de la belleza del joven, al que con el tiempo fue
conociendo mejor, pero viendo sus claras intenciones, le daba largas y largas.
El muchacho cambió,
se quedó ensimismado con Diana, estaba totalmente obcecado con ella y con
hacerla suya, algo que ella le ponía muy, muy difícil. Quizá por eso de que a
los hombres nos gustan los logros difíciles, éste se lo tomó como todo un reto
personal e incluso declinó las ofertas de sus amigos, con los que iba de
correrías.
Y una mañana, en
vísperas de Todos los Santos, Diana le hizo llegar una misiva que el joven leyó
sorprendido y de muy buen agrado: “Te
espero en la puerta de las Angustias. Seré tuya en la Noche de los Difuntos”.
Por fin el muchacho
iba a conseguirla. Esa noche se arregló tanto como pudo. Con sus mejores ropas
y las fragancias más sublimes que guardaba para las ocasiones especiales, salió
a conquistar a esa dama que tan loco lo volvía.
Pero esa noche se
fraguó una tormenta. Los truenos retumbaban y el cielo se iluminaba como si de
fuego se tratase. Él debía estar a la hora prevista en el lugar donde
Diana lo había citado. Y allí, raudo y veloz, cruzó las cuatro calles que lo
separaban de la puerta de las Angustias y vio a la bella doncella, ataviada con
ropas que parecían de princesa.
Su corazón latía
más de prisa a cada paso que daba, y su deseo era tan ardiente que las botas
parecían quemar las plantas de sus pies y lo hacían alargar las zancadas.
Ella estaba en el
atrio y él se abalanzó contra ella, que le respondió con unos besos tan dulces
y tiernos que el muchacho, loco de desesperación, fue intensificando sus
caricias hasta que sus manos comenzaron a levantar su falda.
Los truenos caían y
los relámpagos iluminaban los rostros de los de los capiteles dejando intuir
sombras diablescas, pero los dos jóvenes estaban tan arrebatados por la pasión
que no se percataron ni de la tormenta.
Ella, casi tan
encendida como él, incluso levantaba su falda más aprisa con el fin de que el
muchacho consiguiera su propósito. Cuando descubrió sus preciosas y blancas
piernas, vio que llevaba unos chapines altos. El muchacho fue quitándole el
derecho poco a poco y de repente cayó un rayo que iluminó de pleno el pie de
Diana, que resultó no ser un pie, sino una pezuña; y su pierna, la de un macho
cabrío.
Aterrorizado, el
joven tiró el zapato y salió corriendo dando gritos de terror y espanto. A su
vez Diana, que era el mismísimo diablo, con una voz profunda, cavernosa y
estrepitosamente desgarrada, lanzaba carcajadas que resonaban entre las
antiguas piedras del santuario.
El joven, presa del
pánico, se abrazó a la cruz que había en la puerta de las Angustias; el diablo
se abalanzó sobre él, lanzándole un zarpazo al tiempo que sonaba un trueno
inmenso. Cuando el chico abrió los ojos, el zarpazo le había rozado el hombro y
había dejado una marca en la piedra, todavía humeante.
Se dice que el
chico ingresó en el santuario de las Angustias y nunca más volvió a ver la luz
del día…. ni de la noche.
Y allí, en la
puerta de este lugar, podemos ver la famosa cruz de piedra a la que el joven
apuesto y bravucón terminó por agarrarse para salvarse del zarpazo del diablo,
que quedó grabado en la piedra y que todavía puede verse.
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