Leyenda
El Yavirak
Por si no lo sabes, el Panecillo se llama así porque a los primeros españoles les pareció que aquel cerro tan redondo y armonioso, que se levantaba en el corazón de Quito, era igual que un pan, un panecillo de miga blanca y apretada, de esos que los panaderos de Sevilla o Andalucía horneaban para luego inundar las calles con su olor irresistible.
Muertos de nostalgia, los españores bautizaron el pequeño cerro como El Panecillo, en una tierra en que no se conocía el pan que ellos añoraban, —pues aún no había trigo— sino que rebosaba de humeantes llapingachos, tortillas de quinua, humitas de sal y de dulce, yuca asada, bizcochos de maqueño, empanadas de morocho, chigüiles de maíz, tortas de choclo, tamales rellenos con mote y chicharrón de llamingo tierno, todos chisporroteando en la viscosa mapahuira y bañados luego en un jugoso ají que mmmm, no, ¡no!, páreme la mano, no tiene sentido continuar con tantas y tantas delicias que como te imaginarás, enloquecieron de gusto a los recién llegados, aunque ellos —como ya te dije— seguían extrañando esos panecillos calientes, acompañados de vino tinto, que años más tarde el gran Velásquez se encargaría de pintar en un lienzo donde un niño parte, desde hace siglos, un sabroso pedazo de pan.
Debes saber también que antes de que llegaran los españoles, este sitio era conocido como el Yavirac, y ahí, sobre su cima, los indios anteriores a los incas, y más tarde los incas que invadieron estas tierras, festejaban el Inti Raymi, la gran fiesta del Sol. Así, el 21 de junio de cada año, los indios de distintas regiones se reunían en el Yavirac para cantar y bailar y beber y alabar, en una ronda de alegría, al altísimo señor del cielo que moría cada tarde y renacía cada mañana, al generoso Inti de la vida y el calor, al padre de la siembra y de la cosecha que año tras año daba a luz Pacha Mama, la Madre Tierra.
Pues bien, cuenta la leyenda que Atahualpa (en realidad se llamaba Atabalipa) había mandado construir en la cima del Yavirac un templo de oro puro. Debes saber que a los incas les gustaba mucho el oro por una sola razón: éste era el metal que más se parecía a los rayos de luz que brotaban del Sol. Para los españoles en cambio, aquel metal significaba conquista, gloria, fortuna, tierras, nobleza, poder sin límites. Por eso, luego de que los españoles mataron al Inca Atahualpa (que en ese entonces tenía 33 años), marcharon a toda prisa hacia Quito con ansias de repartirse el Templo de Oro que estaba en la cima del Yavirac.
Imagínate, por un momento, imagínate los rostros de decepción que tenían los españoles que sudorosos y cansados subieron a la cima del Yavirac y se encontraron con que no había ni una sola pepita de oro sobre la tierra seca: el Templo del Sol había desaparecido como por arte de magia. Pero lo que no sabían —ni supieron nunca— era que dentro del Yavirac, en el corazón del cerro, entrando por caminos secretos llenos de arañas ponzoñosas y alacranes gigantescos y desfiladeros llenos de trampas mortales, se encuentra el Templo del Sol, cuidado por cientos de doncellas hermosas que no envejecen nunca y por una anciana sabia que —según he escuchado— es la mismísima madre de Atahualpa.
Te cuento otro secreto: si alguna vez logras encontrar la entrada, y luego de salvarte de los peligros que te esperan, llegas por fin a la morada de la anciana, tienes que pensar muy bien en lo que dices y haces. Si la anciana te pregunta —mirándote fijamente a los ojos— qué buscas en esos recintos sagrados, tienes que decir que eres pobre, que has ido a dar ahí por accidente, que sólo buscas la salida y que juras nunca revelar la entrada secreta a aquel templo. La anciana entonces se levantará de su trono de oro macizo; te hará escoger entre una enorme piedra de oro, más un puñado de perlas, rubíes y esmeraldas que están sobre una mesa, y una tortilla de maíz, una mazorca de choclo tierno y un pocillo con mote jugoso que están sobre otra mesa. Piénsalo bien, pues si escoges la primera mesa, es probable que al salir te encuentres con que en vez de riquezas sólo llevas un pedazo de ladrillo y unas cuantas piedras comunes en las manos. Y es probable también que, si escoges los alimentos que se encuentran sobe la segunda mesa, la tortilla se convierta de pronto en un enorme pedazo de oro sólido, el choclo tierno en numerosas pepitas de plata y el pocillo con mote en gran cantidad de perlas brillantes. Escoge bien, porque es probable que suceda también al revés, y que una vez afuera ya no haya forma de volver atrás.
Yo no te contaré nunca, así insistas, por qué tengo un cerro de dinero que se me sale por los bolsillos ni por qué vivo en esa mansión de estilo antiguo que se levanta a un lado de la cima del hermoso Yavirac; sólo te diré que gracias a que la vida ha sido tan generosa conmigo, desde hace años suelo ayudar a manos llenas a aquellos que más lo necesitan. Ah, y como sé que te estarás imaginando que todo lo que ahora tengo se lo debo a la anciana del Templo del Sol, déjame decirte algo, y que te quede muy, pero muy claro, de ahora en adelante: es probable que sí y es probable que no. ¿Entendido? Y ahora, por favor, déjame para que pueda comer una comida que antes no me gustaba pero que ahora me encanta: mi tortilla de maíz, mote y choclos tiernos… a menos, claro está, que también tengas hambre y quieras saborear un poco de estas delicias conmigo.
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